Sucedió. La fuga de Prado

El 5 de abril de 1879 Chile declaró la guerra al Perú; entre tanto acontecimiento revelador presente en este conflicto paradigmático destaca el más vergonzoso. Muchas veces se prefiere ocultar lo que trae deshonra, pero en esta ocasión hilvana el argumento histórico con naturalidad. Se trata del viaje al exterior del entonces presidente Mariano Ignacio Prado. En los colegios, este suceso se interpreta como una traición. Además, se dice que huyó robándose la colecta nacional para comprar barcos de guerra. Cada vez que un escolar escucha este relato se deprime y le asaltan enormes dudas sobre la idea misma de patria peruana. Felizmente, no todo es tan cierto.
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Mariano Ignacio Prado no robó ningún dinero. Por el contrario, los fondos de la colecta llegaron a Europa a través de otras manos y sirvieron para el propósito original. Es decir, se compró un buque, que llegó al Perú después de la guerra y sirvió para reconstruir a nuestra marina post conflicto. No llegó durante la guerra porque los tenedores de bonos de la impaga deuda externa interpusieron un embargo y el barco estuvo retenido. Así, Prado no tuvo nada que ver con el dinero. Pero, queda pendiente la más seria de las imputaciones: fuga ante el enemigo. Sobre este tema se ha escrito mucho libelo y, entre los pocos textos de calidad al respecto, se encuentra un ensayo de Jorge Basadre sobre el perfil sicológico de Prado antes de su controvertido viaje al exterior.
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Sostiene Basadre que Prado era un buen conocedor de Chile porque tenía experiencia exitosa como dueño de minas en ese país. Sabía las razones de los chilenos para hacernos la guerra y tenía conocimiento de su superioridad material. Estaba al corriente de su preparación para guerrear contra la Argentina y, como consecuencia, que al cancelar ese frente y volverse al norte, eran más fuertes que Bolivia y el Perú juntos. Nunca tuvo fe en la guerra. Sin embargo, se sobrepuso. Fue el único presidente de los tres contendientes que se trasladó al frente, instalándose en Arica y diseñando un plan que funcionó al comenzar el conflicto. La epopeya de Grau fue cuando Prado dirigía al Perú. Aprovechando ese breve lapso, se desplegó un ejército en Tarapacá. Esas tropas no estaban ahí al comenzar la guerra. Su plan de concentración y batalla era bueno y falló por error humano, que estuvo más allá de la capacidad de Prado. Pero, cuando Chile nos eliminó del mar y luego nos arrebató Tarapacá con facilidad, el presidente se derrumbó. Supo que se habían consumado sus negros presagios y se le ocurrió una idea desesperada y peregrina: salir al exterior a comprar armas.
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Era la fuga hacia delante. Cuando algo asusta demasiado, algunos individuos huyen buscando una frenética actividad externa que sirva como pretexto. Al consumar su viaje, Prado no creyó estar traicionando al país. Dejó a su esposa y tiernos hijos en Lima; era su bienamada familia de clase alta. Asimismo, quedaron en el ejército peruano del sur sus hijos mayores, Leoncio y Grocio, que eran fruto de amores juveniles con distintas madres, una chola huanuqueña y la otra zamba chinchana. Mariano Ignacio Prado sentía que iba y venía. Pero, sin saberlo completamente, estaba desertando; abandonaba a sus hijos simbólicos como presas del enemigo exterior. Por ello surge el fratricidio como respuesta política, porque el padre falla en el momento decisivo. En ese momento, el estado peruano se desmoronó y un hermano enemigo se apoderó del puesto vacío. Era Piérola, quien fue tan resistido que algunos peruanos preferían la llegada de los chilenos.
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Terminado el conflicto, Prado retornó al Perú y sus contemporáneos no lo juzgaron como traidor ni fue enjuiciado. El presidente era Andrés Avelino Cáceres, que envió su edecán a recibirlo. La gente de entonces lo miró con pena, era una sombra de sí mismo. Contribuyó a la conmiseración general el heroico destino de sus dos hijos mayores, ambos fallecidos en combate, uno en Tacna y el otro en Huamachuco. Sobre todo Leoncio, que peleó hasta el final y fue fusilado por los chilenos estando herido después de la última batalla. A veces, un hijo valiente salva a un padre ausente.
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Autor: Antonio Zapata Velasco
Fuente: La República

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